EL JUEZ INGLÉS

España es una de las naciones del mundo que más cuida de las lenguas regionales. Así, el artículo 3 de la Constitución proclama que en las comunidades autónomas con lengua propia esta será cooficial con el castellano.
El mismo artículo añade solemnemente que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección».

También se aplica en España la Carta Europea de las Lenguas Regionales de 5 de noviembre de 1992, del Consejo de Europa —tratado internacional que, dicho sea de paso, Francia no ha ratificado todavía—.

Pero el que haya varios idiomas oficiales (uno de todo el Estado —el castellano, precisamente llamado español por ser la lengua general de España— y otros particulares de ciertas regiones) favorece que a veces acaezcan conflictos. Tal cosa no debería considerarse necesariamente mala, ya que las desavenencias son inevitables en todas las sociedades humanas; aunque parece pertinente recordar que, si en tales conflictos no intervinieran los políticos (quienes, en casos como estos, acuden a ver cuántos votos pueden obtener), se resolverían como cualesquiera otros de un Estado democrático de derecho: por las corporaciones, jueces y funcionarios a los que el ordenamiento jurídico encarga tal labor.
Así, por ejemplo, si las leyes dictadas por el parlamento nacional o por los autonómicos —y que toquen la materia de las lenguas— infringieran lo dispuesto en el artículo 3 de la Constitución, el remediarlo correspondería al Tribunal Constitucional, bien por medio del recurso de inconstitucionalidad (que pueden presentar el presidente del Gobierno, el defensor del pueblo, cincuenta diputados, cincuenta senadores, los gobiernos de las comunidades autónomas y, en su caso, las asambleas de estas); bien indirectamente, por medio la cuestión de inconstitucionalidad (cuando un juez ordinario, al aplicar a un caso concreto una ley, entiende que la dicha ley no es ajustada a la norma fundamental).
Por otra parte, los reglamentos dictados por la Administración nacional y autonómica —esto es, las normas que no tienen la categoría de ley— son fiscalizados por los jueces y tribunales del orden contencioso-administrativo, tal como establece su ley reguladora (ley 29/1998, de 13 de julio).

Por desgracia, a pesar de que disponemos de medios para apañarnos, de un tiempo a esta parte se nos trata de convencer de que lo mejor para mitigar los conflictos es introducir en las regiones bilingües de España un tercer idioma que sirva de juez o árbitro entre el castellano y la lengua particular correspondiente —y ni que decir tiene que tal idioma es el inglés—. Mas ¿por qué se hace esto? ¿Acaso en Gales o en Escocia se hace lo mismo con el español? Parece como si no se confiara en la capacidad de los españoles para resolver sus propios conflictos, sea cualquiera la lengua que hablen… Y, por otra parte, si lo que se pretende es imponer una lengua no española para que haga el papel de lengua neutral, ¿por qué ha de ser el inglés necesariamente?; ¿por qué no valen el alemán, el esperanto, la interlingua del IALA o el chino? ¿No será porque lo que se busca es convertir el inglés en un idioma más de España y, a la corta o a la larga, convertirlo también en oficial?


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