EL VOTANTE (NO) INGLÉS

Es un tópico, quizás no carente de verdad, que una de las cosas más aburridas que se nos pueden pasar por la cabeza en tiempo de elecciones es leer los programas de los partidos políticos. Ni que decir tiene que, si alguien es gustoso de ello, no se lo reprocharemos. Consideramos sagrada la libertad de cada uno de pensar y hacer lo que quiera; pero no dudamos de que, por lo general, los programas electorales no son más que un montón de buenos propósitos que no se sabe cómo han de llevarse a cabo, por lo que no pasan de mera retórica.

No obstante, en medio de tantas y tantas promesas a veces se topan en esos programas algunas que sorprenden. Así, que todos los partidos políticos españoles son anglómanos es algo bien sabido —no trae causa de alucinaciones nuestras— y, por tanto, no sorprende a nadie. Como decían los romanos, notoria non egent probatione (‘lo notorio no necesita de prueba’). Pero hay algunos que, además de anglómanos, parecen obsesionados con que hasta el último habitante de esta piel de toro se convierta en anglohablante, y llevan en su programa electoral que harán que uno de los principales fines de la educación —el único fin quizás, si se nos permite ser suspicaces— sea que todos dominen perfectamente la lengua de Shakespeare. Algún ingenuo podría pensar: «Estos fulanos, que tanto admiran a Estados Unidos y a Gran Bretaña, harán esto porque allí pasará igual: la enseñanza se centrará en que los anglosajones aprendan alguna de las otras lenguas internacionales perfectamente» (recordemos, por si a alguien se le ha olvidado, que hay más lenguas internacionales que el inglés, empezando por el español y siguiendo por el francés, el ruso, el árabe, el portugués y el chino). Pero no. Tanto los partidarios como los detractores de la anglicanización sabemos que a las potencias anglosajonas el aprender los idiomas de otros no les interesa. Y ello tiene sentido: si a los demás se los obliga a aprender el inglés, ¿para qué van los anglohablantes a molestarse en algo tan sumamente difícil como dominar un idioma extraño?

Los que peinamos canas recordamos todavía —casi nos atreveríamos a añadir que «con nostalgia»— los primeros pasos que dio la anglicanización de la educación en nuestro suelo, a finales del siglo XX: cuando lo que se pretendía era solo impartir en inglés una o dos asignaturas como pretexto para aumentar las horas que se dedicaban a enseñar aquel idioma. Recordamos que, cuando empezaron los colegios a volverse bilingües se buscaba la reciprocidad: los de España incorporaban el inglés como lengua de enseñanza porque acordaban con colegios de algún Estado anglosajón que estos hiciesen lo propio con el español. Y recordamos cómo con el paso del tiempo se fue dejando esta práctica y considerando que éramos nosotros los que teníamos que aprender inglés sin que los anglosajones hubiesen de aprender ningún otro idioma. Por eso que en los programas electorales de algunos partidos se prometa ahora tan abiertamente que hemos de convertirnos en una nación anglosajona (más de una vez hemos oído a algunos de sus dirigentes invocar «el derecho a estudiar en inglés», que no existe, pues el inglés, conforme al artículo 2 de nuestra Constitución, no es lengua oficial de España) no nos sorprende ni lo más mínimo. No es ningún secreto que eso que se llama globalización —mejor dijéramos universalización— busca que el inglés no sea meramente la lengua de comunicación internacional —como lo fue, antes que él, el francés desde la Paz de Nimega en 1678 hasta después de la II Gran Guerra—, sino que se integre en la vida cotidiana de cada pueblo como lengua de estudio y de trabajo, esto es, en la práctica, como lengua propia.
Y, a pesar de las críticas, que la anglicanización de la educación ha recibido —sobre todo, de los profesores—, por supeditar la enseñanza de todas las materias al aprendizaje del idioma inglés, es una propuesta que atrae a la mayor parte de la población adulta —que no domina bien el inglés, dicho sea de paso—, porque imagina que, una vez que sus hijos aquí aprendan bien inglés, los muchachos podrán proseguir sus estudios —estudios «serios y de verdad»— en una nación anglosajona, donde recibirán en premio de todo ello un excelente trabajo —con excelente remuneración, claro está—.

Como esta idea de triunfar gracias al inglés es la que nos han repetido hasta la saciedad por obra y gracia de la globalización, parece natural que los políticos traten de explotarla, mostrándose a sí mismos como sus más ardientes partidarios. Y, en consecuencia, también parece natural que en ningún programa electoral veamos propuestas para evitar que los anglicismos acaben volviéndonos anglohablantes por la vía de los hechos consumados (sustituyendo poco a poco nuestras palabras por las inglesas). Nadie propone hacer una ley como la francesa de Toubon, aunque el número de voquibles procedentes del inglés que usamos es cada vez mayor (habiendo pasado de cuatro mil o cinco mil en el último decenio del siglo XX a más de diez mil en la primera década del XXI, y actualmente quizás a más de treinta mil). En ningún programa electoral leeremos propuestas para que en la escuela los alumnos debatan sobre los neologismos o sobre qué extranjerismos pueden considerarse necesarios y cuáles no. El inglés y todas sus palabras se consideran lo mejor del mundo; la educación no puede luchar contra ellos, sino estar de su parte.

Pero, si se nos permite, nos gustaría darles un consejo a los que escriben los programas de los partidos: que se planteen lo de anglicanizar la vieja Hispania a una nueva luz. Pues ¿no sería más fácil y barato el llevarse a los recién nacidos a un país anglosajón en vez de convertir nuestros colegios y universidades en enormes centros de enseñanza del inglés? Si nuestro Estado se dedicase a arrancar de los brazos de sus padres a los españolitos tan pronto como viesen la luz de este pícaro mundo y a enviarlos a EE. UU., a Canadá o a las islas británicas, y les pagase su crianza y sustento allí, aprenderían el idioma inglés perfectísimamente —ya que no aprenderían otro, por supuesto— y no tendrían más cultura que la anglosajona —que a nuestros políticos les parece la mejor del mundo—. Estamos seguros de que una propuesta tan ingeniosa como esta no se le pasaría por alto a nadie; nadie la tacharía de «aburrida» —y quizás ni siquiera de «retórica»—, no recibiría críticas ni burlas… Antes al contrario, estamos convencidos de que el partido que la pusiese en su programa ganaría por mayoría absoluta las elecciones… Perdón… ¿Por mayoría absoluta? ¡Ganaría por el ciento por ciento de los votos!



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