DISPARATES DE LOS ANGLÓMANOS (III)

Llega a tal extremo la desfachatez de los anglómanos que no se avergüenzan de defender el uso de voces inglesas en nuestra lengua —el abuso, por mejor decir— valiéndose de argumentos contradictorios con los que previamente ellos mismos han esgrimido.


Que procedan así no debería sorprendernos, pues tal actitud es típica de los que están profundamente convencidos de tener razón y, por lo tanto, no les pone cuidado el tratar de probárselo a quienes no opinan como ellos. Y se echa de ver muy bien cuando alegan que en español no hay vocablos que viertan con propiedad los anglicismos más comunes —por ejemplo, crush, like, influencer, flashback, chance, accountability o feedback—, pero alguien les demuestra que no, que tales voquibles tienen traducción cabal y sencilla: flechazo, aprobación, influyente, escena retrospectiva, oportunidad, rendición de cuentas y retroalimentación, respectivamente. Entonces, los anglómanos, en vez de reconocer su error (o de tratar de insistir de forma ingeniosa en que las palabras españolas elegidas no son las adecuadas), dan en salir con una pamplina diferente: que, aun cuando los anglicismos se puedan traducir con más o menos acierto, el mantenerlos enriquece el español, ya que permitirán expresar con otra palabra lo que quizás solamente se dice con una en nuestro idioma.


Y pasan en un santiamén, pues, de sostener que unas voces eran intraducibles a sostener justamente lo contrario sin rebozo.


Pero, aun cuando el tener gran número de sinónimos enriquezca un idioma; si lo meditamos bien, ¿por qué hay que enriquecer el idioma con voces ajenas —y muchas veces, además, malsonantes a nuestros oídos— en lugar de con derivaciones de voces propias?; ¿no dispone nuestra lengua de reglas con que producir nuevos vocablos para que sirvan de sinónimos a los que ya tenemos?
No deberíamos olvidar que lo de tomar vocablos de lenguas extranjeras se ha justificado tradicionalmente en que carecíamos de los conceptos equivalentes en la nuestra, lo cual presupone que los extranjerismos que incorporamos estarán siempre faltos de sinónimos. En atención a esto y a los despropósitos que oímos y leemos, se nos ofrecen algunas dudillas: ¿habría que buscarles también sinónimos —en su lengua de origen o en otra— a los anglicismos que hemos incorporado por no tener nosotros término castizo correspondiente? ¿Qué habríamos de hacer con vocablos como chóped, jaibol, macadán, póquer, remasterizar, parsec, nilón, craqueo o clíper? ¿Acaso a estos anglicismos se los exime, por ser precisamente anglicismos, de lo de la riqueza lingüística que los anglómanos cacarean? Y, a propósito, ¿qué habría que hacer con los extranjerismos que hemos tomado de otras lenguas distintas de la inglesa? ¿También habría que buscarles sinónimos a chantillí, espaguetis, bullabesa y andantino?


Y aún se nos ofrece otra duda mucho más gorda: si hay que juzgar por buenos los anglicismos innecesarios, pues nos permiten disponer de palabras de sobra, ¿no sería lo más ventajoso y conveniente meter todo el vocabulario inglés en nuestro diccionario? De esa manera, la riqueza lingüística de los hispanohablantes sí se volvería enorme… y se aumentaría infinitamente más si incorporáramos también todas las voces que usan franceses, alemanes, rusos y chinos; aunque barruntamos que esto último a los anglómanos no les parecería idea digna de aplauso, ya que, como viven tan maravillados por lo inglés, dan en que los préstamos solo tiene sentido recibirlos del idioma de Shakespeare —y sin ninguna traba—, porque, en el fondo, lo tienen por idioma superior, neutro y verdaderamente internacional (¡como si algún idioma natural pudiera ser neutro!, ¡como si no hubiese habido otros idiomas internacionales en épocas anteriores o no los hubiese aún hoy!).


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