LA ASPIRADORA

Según algunos, tenemos que dejar de pensar que el inglés está invadiéndonos y destrozándonos el idioma. Y la razón que dan para que nos tranquilicemos es que las lenguas no son puras; que, de la misma manera que recibimos vocablos de los anglosajones, también los anglosajones reciben gran número de extranjerismos —entre los cuales se cuentan muchísimos galicismos e hispanismos—.


Estas buenas personas que nos quieren tranquilizar dicen que la lengua de Shakespeare, por su gran difusión —por haber sido muy extenso el imperio británico y haber tenido comunicación con casi todas las lenguas del planeta—, se ha convertido en una especie de aspiradora de vocablos foráneos, y que los propios anglohablantes aceptan con normalidad tal circunstancia.


Pero estas buenas personas parece que confunden dos cosas en su razonamiento: la índole del idioma inglés y el que tal idioma esté avasallando a los demás.


Respecto de lo primero, hay que decir que la permisividad que tienen los anglosajones en lo tocante a la incorporación de extranjerismos no es desconocida por nosotros, sino todo lo contrario. Así, ya en la época clásica, el gran Antonio de Herrera y Tordesillas escribió, al tratar sobre Inglaterra, en su Historia general del mundo:

    «… la sajona, que es su habla cortesana, que han enriquecido con muchos vocablos extranjeros porque son los ingleses amigos de saber muchas lenguas».



Y en la primera mitad del siglo XIX, don José Joaquín de Mora lo expresó maravillosamente en su discurso de ingreso en la RAE:

    «Entre las lenguas modernas se observa gran diferencia en la facilidad o rigor con que se prestan a la admisión de voces extrañas. Las del norte se distinguen por la suma latitud que conceden a la innovación: latitud que raya en los límites de la anarquía, y de que se aprovechan no solo los escritores que tratan materias científicas y recónditas, sino los que manejan los asuntos más comunes y vulgares. La lengua inglesa no esquiva ningún neologismo, cualquiera que sea su procedencia, con tal de que conserve toda su integridad y su terminación nativa. Así es que, a pesar de no tener voces que acaben en -i vocal, han tomado la voz banditti del italiano; y, careciendo del sonido gutural de la j y del que nosotros damos a la ll, han tomado del español junta, guerrilla y camarilla. Por este medio han conseguido poseer una lengua riquísima y que cada día aumenta su vocabulario. Los ingleses, tan amigos de la legalidad como independientes y libres en el círculo que ella les traza, no reconocen autoridad constituida en materia de idioma. Cuando les acomoda trasladar un sentido de la cosa a la acción, convierten el sustantivo en verbo; cuando quieren expresar en una sola palabra un sentido complicado, de dos o tres voces simples forman un adjetivo compuesto; y, si una voz de cualquier otro idioma les parece más oportuna, más expresiva o más sonora que la que poseen en el suyo, la adoptan sin reparo y le conceden sin formalidad alguna el derecho de ciudadanía».



Y también don José Joaquín explicó cómo eran otras lenguas y el porqué:

    «En los idiomas de la región meridional de Europa, inmediatamente derivados del latín, ha predominado una legislación más severa y mayor esmero en conservar el carácter genuino del habla nacional. Nunca se ha manifestado más decididamente este espíritu de exclusión que en las épocas que cada una de ellas ha ilustrado por sus grandes trabajos literarios y por la abundancia de buenos escritores. En España, bajo el reinado de Isabel la Católica; en Francia, bajo el de Luis XIV; en Italia, bajo el de los Médicis. ¿Podrá decirse que esta coincidencia ha sido puramente fortuita? No, por cierto. Es un efecto forzoso del recto juicio, de la crítica severa, del tacto exquisito, de la sólida instrucción que predominaron en aquellas eras memorables. De todas estas perfecciones brota naturalmente en los pueblos que tienen la dicha de verlas fecundar en su seno ese instinto seguro y delicado, ese criterio espontáneo —tan rápido en su acción como infalible en sus calificaciones—, esa jurisdicción tan legítima en su origen como inapelable en sus sentencias, que con el nombre de buen gusto domina sin rival en la república de las letras».



Hay que decir, además, que el que nuestra lengua sea algo más reacia que la inglesa a recibir novedades no significa que no haya procedido también, en cierta manera, como una aspiradora.


Recordemos lo del inmortal Lope de Vega:

    «Favorecido, en fin, de mis estrellas,/ algunas lenguas supe, y a la mía/ ricos aumentos adquirí por ellas».


Porque el idioma de Castilla en los siglos XVI y XVII lo fue de un vastísimo imperio, lo cual, como al inglés, le permitió tener relación con muchos otros idiomas. Así, gran parte de las palabras que del español tienen los demás pasó a ellos en los dos siglos mencionados. Y, de la misma manera que difundió voces propias, también recibió abundantes y útiles extranjerismos (como chocolate, patata o huracán, procedentes de lenguas indígenas americanas; vocablos que, a la par, nuestro idioma también difundió hasta convertirlos en universales).


Y, venida a menos España después del Tratado de Nimega, al alzarse Francia con la hegemonía continental, fue el francés el que, también a su manera, hizo de aspiradora, sobre todo tras las revoluciones burguesas, los descubrimientos científicos y la colonización de África y Asia: el francés fue el que incorporó y difundió las novedades, incluidas las que se expresaban por medio de anglicismos (como pudding y plum-pudding, sandwich, tender, jockey, cutter…), que se universalizaron gracias a haberlos tomado primero como propios la lengua de Molière.


Hoy, de la misma manera que en lo pasado se difundieron por todo el orbe palabras gracias al español y al francés, lo hacen otras de la mano del inglés (pues, tras la II Gran Guerra, los Estados Unidos de América arrebataron la hegemonía a Francia); y muchas de estas no las han tomado los anglosajones por mero capricho, sino porque, como carecían de voces propias para expresar lo que aquellas significan, las necesitaban. Y los hablantes de otros idiomas también las necesitábamos. Respecto de las cosas nuevas, los idiomas suelen apropiarse de las voces extranjeras que las designan:

    «Las lenguas cultivadas no pueden vivir las unas al lado de las otras sin hacerse mutuos préstamos. Las relaciones pacíficas entre pueblos civilizados no consisten solamente en el cambio de ideas y de productos; hay también una importación y exportación de palabras, que tienen la ventaja sobre las otras, de no empobrecer a la nación que da. El desenvolvimiento del comercio y de la industria ha hecho, así, pasar de pueblo a pueblo, con millares de objetos nuevos y de ideas nuevas, los términos con que se designan; los cuales, franqueando las barreras con menosprecio de las aduanas, van a aclimatarse cuáles en Francia, cuáles en Inglaterra, cuáles en Alemania, en Italia, en España; y algunos a la vez en todas partes» (Darmesteter, fragmento de su obra De la creación actual de voces nuevas en la lengua francesa, copiado por Baldomero Rivodó en Voces nuevas en la lengua castellana [1889]).



No nos pone cuidado, por tanto, este natural intercambio que siempre ha habido; sino que la lengua de Shakespeare quiera convertirse en lengua de trabajo y de estudio de todos los hombres —y aun amenaza con convertirse en la de mera diversión—. La gran cantidad de voces anglosajonas que hoy usamos tiene que ver más con esto que con la necesidad de incorporar novedades (que sí que las hay, como ya hemos dicho); y, si sigue aumentándose su influencia en todos los ámbitos de la vida, lo que ocurrirá dentro de unos pocos decenios es fácil de imaginar: que la aspiradora se habrá vuelto apisonadora.


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