LA LENGUA UNIVERSAL DE LO FUTURO
Sabemos que hay gente que considera que la preeminencia que hoy día tiene el idioma inglés —con el avasallamiento de los demás idiomas— es consecuencia inevitable de lo que se llama globalización. Esta gente entiende que, comoquiera que es lo que nos ha tocado vivir, no cabe sino aceptarlo, aunque no nos guste.
También sabemos que hay gente a la que el avasallamiento y la desaparición de idiomas le parecen buena cosa: cree que, así, se acaba con el aislamiento de los pueblos y se favorecen las relaciones de toda clase entre todos los hombres del mundo.
Pero, por otra parte, también topamos con personas que aúnan los pareceres anteriores, por manera que dan en que, gracias a la globalización, nos hallamos en una época histórica en la cual se están asentando las bases para que todas las lenguas se fundan en una única lengua universal.
Alegan los de este tercer grupo que la gran difusión de extranjerismos —la mayor parte de ellos por mero prurito de novedad— y aun que el uso de lenguas extranjeras en ámbitos esenciales de la vida (enseñanza, deportes, conferencias científicas…) no deben considerarse un peligro para nuestro propio idioma, sino algo necesario a fin de preparar la unión lingüística de todo el género humano. Convencidos de que del caos nace el orden, su modelo es, ¿cómo no?, la lengua de Shakespeare, que, al no tener institución que la regule, va tomando palabras de aquí y de allá; y proclaman que el futuro idioma universal será fruto de la libertad: que la mezcla de términos, expresiones y reglas se hará solamente conforme a las necesidades de comunicación de los hablantes.
Este discurso, de buenas a primeras, suena un poco raro: no alcanzamos por qué, según las dichas personas, para que el género humano tenga una lengua universal, han de morir todas. Ya hay lenguas que pueden cumplir tal función con gran acierto: las llamadas «artificiales». El esperanto es la más célebre; aunque también tiene cierta difusión el latín simplificado conocido como interlingua. La gramática de ambas es muy sencilla, no hay excepciones ni frases hechas y las palabras se han escogido atendiendo a su universalidad, por manera que los hablantes de cualquier idioma natural, sin renunciar al suyo propio, pueden fácilmente aprenderlas y comunicarse con hablantes de otros idiomas distintos.
Por otra parte, nos desconcierta que una de las cosas que más gusta a las dichas personas sea arremeter contra la Real Academia y contra quienes se oponen a la anglicanización del español (por lo de la libertad del uso, que juzgan imprescindible para la fusión de las lenguas), pero que no hagan lo mismo con las academias oficiales y demás centros que expiden importantísimos títulos acreditativos del buen conocimiento de idiomas extranjeros —sobre todo, de inglés— ni con las empresas que obligan a sus empleados a obtener tales títulos. Si hay que favorecer la absoluta libertad en lo tocante al uso de las lenguas para que estas se vayan fundiendo, lo que acabamos de referir no parece de utilidad a la causa.
Sería interesante conocer qué actitud tienen respecto de esto las dichas personas; bien que no nos cuesta imaginar que, de una manera u otra, justificarán que se debe aprender a hablar bien inglés, esto es, que contradecirán su propio discurso, pues cae de cajón que, si la gente domina una lengua, más difícil será que la corrompa. Y no nos cuesta imaginar que incurrirán en tal contradicción porque, en el fondo, las dichas personas son anglómanas, aunque no lo confiesen abiertamente: porque, en el fondo, deben de suponer que el idioma universal de lo futuro será el inglés, que devorará a los demás, bien que se enriquecerá —si queremos decirlo así— con mayor número de vocablos, giros y expresiones extranjeros que los que tiene actualmente, los cuales tomará de los idiomas que desaparezcan.