DISPARATES DE LOS ANGLÓMANOS (V)

¿Recordáis lo que os explicaron en la escuela acerca de los orígenes del teatro? ¿Recordáis lo que era la tragedia griega?
En la tragedia griega se ponían en escena conflictos y pasiones terribles, los personajes eran héroes conocidísimos (Edipo, Hércules, Orestes, Héctor…) y las aventuras y desgracias que les ocurrían a tales héroes traían causa de la fatalidad del destino y de la voluntad de los dioses. Los poetas trágicos pretendían con esto mostrar modelos morales que imitar.


Y suponemos que también os dijeron que algunos críticos consideraban que, por la gran mudanza de costumbres y creencias que ha habido en estos siglos, la tragedia ya no tenía sentido en nuestra época.


Lo curioso —y que quizás merece calificarse de cómico más que de trágico— es que los anglómanos hoy día han dado en hacer suyo el pensamiento de aquellos antiguos poetas.
Han dado en convertir eso que recibe el nombre de globalización —y que quizás llamáramos más castizamente universalización— en una especie de deidad, y a ella le atribuyen la propensión que tienen a destrozar el romance y a llenarlo de anglicismos. Dicen que, aunque tal cosa a muchos disguste, no puede sino considerarse consecuencia inevitable de la globalización; por manera que a ellos —que probablemente se ven a sí mismos como los héroes modernos—, al ser la lengua y las costumbres inglesas las que privan en el tiempo que les ha tocado vivir, no les toca sino conformarse —y suponemos que la dicha conformidad constituye el fin moral de su peculiar tragedia—. Los jóvenes son quienes con más frecuencia repiten cantinela semejante.


Pero, en su tan peculiar vuelta a lo trágico, los anglómanos parecen olvidar que, aunque la anglicanización se cuenta entre las consecuencias de la globalización, no es la única. Por manera que, si lo que ella acarrea debe tenerse por inevitable, no solo la homogeneización cultural habrá de aceptarse resignadamente.


Porque, dejando aparte la difusión desmedida del idioma inglés y sus vocablos —y del estilo de vida estadounidense, sus instituciones y hasta su comida—, la mayor parte de los efectos del ciego obrar de la diosa a la que los anglómanos se someten tan píamente son de naturaleza económica. Y entre estos efectos hay algunos particularmente odiosos a la gente: el consumismo, el aumento de la competencia (de «la lucha por la vida», dicho de manera rimbombante), la deslocalización de las empresas mercantiles (en busca de países donde los salarios y la protección de los trabajadores son peores), la pérdida de soberanía económica por parte de los Estados, el menoscabo del medio ambiente…


Suponemos que, según los anglómanos, todas estas cosas, que a tantos y tantos ciudadanos de todo el mundo desagradan, habrán de juzgarse también por inevitables. Y, comoquiera que entre los que se oponen a la diosa es enorme el número de jóvenes, suponemos que a estos los jóvenes anglómanos los considerarán bichos raros, retrógrados u ovejas descarriadas que no se conforman con el tiempo que les ha tocado vivir.
¿O no es así? ¿En su peculiar tragedia, acaso, son solo inevitables algunas de las disposiciones de la divinidad?


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