LO PEOR
Que en España, salvo en lo tocante a la protección de los idiomas regionales, no haya habido política lingüística alguna desde que se recuperó la democracia es doloroso; pero aún es más doloroso el pensar que sí que la hay, aunque subrepticia, y que tiene por fin el contrario al que a los hispanohablantes nos interesa.
Reparemos en que, al comenzar el siglo XXI, se comienza también a anglicanizar la educación —debajo del eufemístico nombre de bilingüismo— y no ha habido una reacción adecuada contra ello, ni siquiera por parte de las instituciones que tienen encomendada la protección de la lengua española; por manera que, con el paso del tiempo se ha ido metiendo el inglés en todas partes. Paradójicamente, no paramos de oír que tal idioma no se ha extendido lo suficiente.
Ya sea por papanatismo, ya porque lo manda la flor y nata de la aristocracia globalista anglosajona, los políticos españoles, aprovechando que los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos, están anglicanizando muy intensamente la educación porque saben que es el paso previo y necesario para convertir el inglés también en la lengua de trabajo habitual en lo futuro. Que las grandes empresas quieran que sus empleados dominen la nueva lingua franca es comprensible, ya que solo atienden a ganar dinero y, por tanto, aspiran a hacer negocios en todo el mundo; pero huele a podrido el que los políticos, que supuestamente deben velar por el interés nacional, pongan todo su afán —y el dinero público de los hispanohablantes— en convertir el inglés en lengua de España: en la lengua más importante de España, ya que el estudio y el trabajo no son cosas de poco momento; y ni que decir tiene que, si se impone el uso del inglés en tales ámbitos, el uso del castellano y de los idiomas regionales quedará reducido a lo puramente privado.
Si en esto consiste la política lingüística, casi es mejor que no la haya.
Tengo una considerable “pelotera”, no política, a propósito de la costumbre oficializada de sustituir topónimos castellanos por sus equivalentes regionales. “Lleida”, en lugar de “Lérida”, “Gipuzkoa” por “Guipúzcoa” y hasta “A” por “La” de Coruña. No se me ocurre ningún ejemplo contrario, no oiré a un catalán decir “Teruel” o “Cuenca” en su lengua vernàcula, en vez de “Terol” o “Conca”. ¿Comparten ustedes mi disconformidad? Y conste que, como muchos alicantinos, me expreso más en castellano, que en la variedad regional del catalán, que también, el valenciano…