LA BUENA EDUCACIÓN

Muchos ciudadanos echan a vuelo las campanas cuando los colegios de sus hijos se vuelven bilingües —esto es, cuando deciden impartir asignaturas en inglés—. Con el irrefutable argumento de que las empresas tienen por lo más importante el que sus empleados dominen la nueva lingua franca —y con el convencimiento de que los padres, ante todo, han de atender a las demandas del mercado al educar a sus descendientes—, se justifica que Matemáticas, Ciencias Naturales y aun Historia se simplifiquen todo lo posible para impartirlas en un idioma extraño —o, por mejor decir, que tales asignaturas se vacíen de contenido y sirvan de pretexto para dar más horas de la lengua que convertirá a los niños de hoy en los adinerados jefes y directores de las grandes empresas de mañana—.

Algunos, olvidándose de lo que proclama el artículo 3 de la carta magna, hasta se lamentan de que la educación no sea enteramente en inglés para asegurar que todos los españoles dominen dicho idioma y puedan, así, participar de manera plena en el mercado.

Parece como si a la gente se le estuviera encajando en el cerebro que los centros de enseñanza deben convertirse, a la corta o a la larga, en meras academias de inglés; y que la única función de la educación debería ser asegurar un buen conocimiento de tal idioma, ya que los logaritmos, la fotosíntesis y la vida de Cleopatra no sirven para conseguir dinero y poder.

Aunque no dudamos de las buenas intenciones de esos ciudadanos, que solo desean lo mejor para sus hijos, nos preguntamos cómo reaccionan al descubrir que hay que estudiar también francés, alemán o chino; porque, si el idioma anglosajón es la llave que abre las puertas del cielo, ¿no bastará para comunicarse con los hablantes de francés, alemán y chino?; ¿no están sometidos también los pueblos que hablan esas lenguas a las mismas leyes del mercado que nosotros y, por tanto, a la anglicanización?; ¿no se les dice a las personas que hablan tales lenguas también que las empresas quieren que sus empleados dominen perfectamente el inglés? Y, en relación con esto, ¿cómo reaccionarán esos mismos bienintencionados ciudadanos cuando ven que ya no hay solo colegios bilingües, sino también trilingües y aun plurilingües? ¿Darán en pensar que quizás, a causa de la intensa anglicanización que llevamos padeciendo desde comienzos del siglo XXI, como el conocimiento del inglés de la actual generación de españoles se ha aumentado, el mercado tiene que buscar alguna manera nueva de que las puertas del cielo sigan siendo difíciles de franquear?

Y, dejando aparte lo anterior, si de veras consideráramos que el remedio de todos nuestros males consiste en anglicanizar España hasta los tuétanos —convirtiendo en el único fin del Estado el que todos dominen la lengua anglosajona—, ¿no sería lo más prudente y eficaz el impedir que los españoles que nacieran de ahora en adelante aprendieran otro idioma distinto del de Shakespeare desde la cuna? ¿No sería lo más prudente y eficaz el apartar a todos los niños recién nacidos de sus madres y mandarlos —con dinero público, por supuesto— a tierras anglosajonas para que tuvieran por lengua materna la lengua sagrada que asegura la participación plena en el mercado? De esta manera, las futuras generaciones hablarían solamente inglés, inglés puro, no corrompido ni un ápice por la lengua de sus bienintencionados —pero no suficientemente anglicanizados todavía— progenitores.

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