JAPI JALOGÜÍN

Se avistaban las primeras luces del siglo XXI y la mayor parte de los españoles no teníamos más noción de lo que era el Halloween que la que, de cuando en cuando, nos ofrecía el cine estadounidense. Con el correr de los años, sin embargo, empezaron a celebrarse en algunos centros comerciales de las grandes ciudades, a manera de segundo carnaval, curiosos desfiles —aunque solo para niños— que imitaban malamente la fiesta de la víspera del Día de Todos los Santos (pues no otra cosa significa la palabreja anglosajona de marras), a la par que en la televisión, según se acercaba el 31 de octubre, se emitían más y más películas de terror.

Siguieron corriendo los años, y rápida e imperceptiblemente los escaparates de las tiendas se empezaron a llenar de letreros que ponían Happy Halloween —en inglés, claro—, así como de calabazas, esqueletos, brujas y fantasmas de sábana; los niños y los no tan niños acudían disfrazados a los centros de estudio o de trabajo, y hasta salían con esos mismos disfraces a la calle a pedir una especie de aguinaldo al que dan en llamar trick or treat (que a veces se dignan de traducir por «truco o trato» para que los profanos nos hagamos una idea aproximada de lo que es).


Hoy en día podemos decir, sin dudar siquiera, que este segundo carnaval se ha convertido en una fiesta más de nuestro calendario.

Algunos lamentan que el Halloween sustituya a las tradiciones propiamente españolas del Día de Todos los Santos (comprar flores para las tumbas, las castañadas o magostos, la preparación de dulces como los buñuelos de viento y los huesos de santo, la representación de Don Juan Tenorio…); otros lo justifican alegando que en ciertas partes de nuestro país, donde en lo antiguo mayor fue la presencia de los celtas, existían tradiciones similares (sobre todo la de tallar calabazas para iluminar con ellas) y proponen incorporar la fiesta adaptando algunas cosillas, como el nombre, que cambian por el de Samaín, que era el de la festividad celta correspondiente. Otros se cruzan de brazos y se resignan, pues suponen que esto del Halloween es otra consecuencia más de la globalización —que mejor llamaríamos «universalización»—, que va uniformando inevitablemente la cultura de los pueblos; y los anglómanos no caben en sí de gozo, porque esta uniformidad significa el triunfo del American way of life y, ¡cómo no!, de la lengua inglesa, que también se va imponiendo a medida que tomamos las fiestas y tradiciones anglosajonas. Y precisamente esto es lo que da más miedo —no los monstruitos de los disfraces, adornos y películas cinematográficas—: que parece que ya no basta con que el inglés se convierta en la lengua de estudio y de trabajo, sino que también va camino de convertirse en la lengua de otros ámbitos…, en la lengua de todos los ámbitos de la vida, por mejor decir.



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