DISPARATES DE LOS ANGLÓMANOS (VI)

«Engagement no tiene traducción», «no hay ninguna palabra en español que exprese lo que los anglosajones quieren expresar con smirk», «ningún hispanohablantes puede penetrar el verdadero sentido de cringe», «el concepto de advocacy es totalmente desconocido para nosotros»…

¡Qué acostumbados estamos a oír frasecitas como estas!

Una de las cosas que suelen repetir hasta la extenuación los devotos incondicionales de la lengua de Shakespeare es que la mayor parte de los anglicismos que usamos a diario carecen de traducción precisa y que, por tanto, es inevitable usarlos. Así empiezan incluyendo entre esos vocablos supuestamente intraducibles engagement (‘empeño, fe, participación, obligación moral’), smirk (‘risa socarrona, sonrisa desdeñosa, sonrisa irónica’), cringe (‘grima, vergüenza, vergüenza ajena, bochorno, rubor, repelús’), advocacy (‘cabildeo, promoción, defensa jurídica, apoyo, sensibilización, campaña de sensibilización, repercusión política’) y otros como hall (‘pieza de recibimiento, entrada, vestíbulo, zaguán, atrio, pórtico, galería, portal, soportal’), debunking (‘desmitificación, ridiculización, desenmascaramiento, desautorización, refutación, desmentida’), match (‘lucha deportiva, competición deportiva, partido, partida, juego, mano, encuentro, pelea, desafío’), wannabe (‘aspirante, advenedizo, arribista, imitador presuntuoso’), pack (‘lote, paquete, envase’), shock (‘golpe, choque, conmoción, postración nerviosa’) o crush (‘amor platónico, flechazo, objeto del deseo’), que no es que sean intraducibles, sino que, según el contexto, significan una cosa u otra, como vemos; y acaban atribuyendo la misma condición a vocablos tan ramplones como fair play, hobby, vibes, hater, stock, default y hasta a party.

En lo que sí que tienen razón los anglómanos —no se lo vamos a negar— es en que en la lengua de cada pueblo hay algunas voces que expresan conceptos que no se pueden verter directamente a las lenguas de otros pueblos. Un ejemplo muy conocido es el de los esquimales, que poseen gran número de palabras para designar las diversas clases de nieve (a diferencia de lenguas como el español, el francés, el portugués y el mismísimo inglés). Aunque ni siquiera hay que ir tan lejos: basta mirar los campos de la comida y de la ropa, en los que las palabras nacidas en un idioma suelen pasar sin traducir a los demás. Por eso nosotros hemos importado voces francesas, italianas y alemanas como paletó, petisú, espaguetis, bíter, cúmel, tutú o mozarela; y ni que decir tiene que también hemos incorporado unas cuantas del inglés: chóped, güisqui, esmoquin, escón, panqueque… En lo que toca a los inventos o máquinas, a veces también suelen unas lenguas importar lo que otra lengua ha forjado (y así, voces de tan distintos orígenes como catamarán, hangar o limusina se han convertido hoy en día en casi universales).

Pero no es a esta clase de ámbitos a los que se refieren los anglómanos cuando hablan de la intraducibilidad, sino a cosas de la vida cotidiana: a cosas que, antes que el inglés se impusiera como lengua de comunicación internacional, expresábamos con palabras nuestras.

Porque lo que pasa, en el fondo, es que los anglómanos admiran tanto el idioma inglés que consideran que ninguna de las palabras de dicho idioma debería traducirse; consideran que sus conceptos ningún otro idioma los alcanza ni alcanzará a expresar nunca. Para ellos el inglés es un idioma sagrado, como el avéstico de los textos zoroástricos —que es, ¡oh, paradoja!, una lengua muerta, aunque se usara como lengua cultual hasta hace siglo y pico—, cuya traducción no puede hacerse nunca palabra por palabra, sino que requiere de infinitas notas explicativas.



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