INFLUÉNSER, JÉITER

Algunos admiran tanto el idioma inglés que no dudan en justificar el uso de anglicismos hasta cuando, por haber palabras españolas que los traducen con propiedad, no los necesitamos. Uno de esos voquibles totalmente innecesarios es influencer, que se corresponde con lo que los hispanohablantes llamamos persona influyente o personaje influyente.

Recientemente, la Fundéu ha propuesto que digamos influente, más corto y más parecido al anglicismo; pero ni esto siquiera parece gustar a los anglómanos, quienes, como no pueden demostrar —porque es imposible— que influencer no significa lo mismo que influente o persona influyente, dan en que el voquible inglés suena mejor que el español.

Otro anglicismo innecesario que se cuenta en el número de los muy usados hoy día es hater, y tanto la Fundéu como la RAE han recordado que hay que traducirlo por odiador. Ofendidos, los anglómanos ponen el grito y el cielo y dicen que odiador es vocablo arcaico. Olvidan que, desde la época clásica, odiador no se ha dejado de usar —aunque es cierto que en los últimos decenios se oye raramente—; también olvidan que, además de odiador, hay más voces que traducen con propiedad el hater de los anglosajones: detractor, aborrecedor, criticón… Nada de esto, sin embargo, satisface a quienes desean que todos nos anglicanicemos hasta los tuétanos. Para los anglómanos el vocablo hater tiene, como influencer, alguna clase de magia —magia que, en el fondo, no consiste sino en pertenecer a lengua de Shakespeare—.

Vemos con estos dos ejemplos de qué clase son ahora las justificaciones que se dan para admitir extranjerismos. Hemos pasado del «hay que incorporarlos a nuestro idioma porque carecemos de voz que los traduzca» —justificación buena y lógica— al «hay que incorporarlos porque suenan de manera especial».
También se oye muy frecuentemente que los anglicismos son preferibles porque son más cortos; pero quienes defienden tal cosa no saben lo que dicen, pues, si convirtiéramos tal principio en el norte y guía de la incorporación de anglicismos, habríamos de sustituir la mayor parte de nuestro vocabulario por palabras inglesas, ya que casi todas estas tienen la peculiaridad de ser cortas.

Por si esto fuera poco, el delirio de los anglómanos llega al extremo de defender que los anglicismos ni siquiera se deberían escribir conforme a las reglas españolas: que sus adorados influencer y hater no tienen que convertirse en influénser y jéiter —o játer—; sino conservar la ortografía original… ¡para que ya no tengan nada, ni la forma siquiera, de españoles!

Si esto sigue así, en los próximos años nos llenaremos de anglicismos. No solo tomaremos los que designan cosas nuevas, sino también los que tienen traducción cabal, los que pueden sustituirse sin dificultad por nuestros propios vocablos: los que se refieren a lo más ordinario, por manera que toda nuestra vida se reescribirá en inglés…. y dentro de un siglo, cuando nuestro idioma se haya anglicanizado con exceso, los anglómanos dirán: «como el español está tan corrompido que casi no puede considerarse español, vale más hablar bien inglés solamente».


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