LAS PALABRAS Y LA HISTORIA

De sobra es sabido que hay palabras cuyo sentido cambia con el tiempo. Tal cosa a veces trae causa de cambios políticos e ideológicos. Ejemplo prototípico de ello es el adjetivo liberal, que tradicionalmente significaba ‘generoso, aficionado a dar’ y que, por obra y gracia de las revoluciones burguesas, pasó a significar ‘partidario de la libertad’ (de la libertad tal como la concebían y propugnaban las dichas revoluciones).

Algo parecido está ocurriendo con adjetivos como cosmopolita, internacional o bilingüe. De un tiempo a esta parte, tales vocablos se están volviendo sinónimos de ‘inglés’ y de ‘anglosajón’. Eso que recibe el nombre de globalización ha infundido significados nuevos en palabras que siempre usábamos; y nosotros —que apenas hemos advertido el cambio—, al seguir usando tales voces, aunque con su nuevo significado, poco a poco vamos aceptando y haciendo nuestra la concepción del mundo que tienen las naciones y empresas anglosajonas: que hay un idioma universal, que es el inglés, y una cultura universal, la anglosajona; que tanto uno como otra se han convertido en universales por sus cualidades intrínsecas; que la anglicanización del orbe no perjudica a nadie, sino que hace que todos los pueblos estén más unidos y vivan más plena y armónicamente… Y se obvia que la razón principal del auge de lo anglosajón no es otra que la hegemonía alcanzada por los Estados Unidos de América al ganar la II Gran Guerra, pues dieron a entender que eran los más poderosos del orbe; se obvia que hasta entonces, hasta mediados del siglo XX, lo que privaba era lo francés (desde la Paz de Nimega, en el siglo XVII, que había convertido a Francia en la gran potencia de Europa y, por tanto, de todo lo descubierto).

La fortísima interrelación —económica— de las naciones que ha conseguido el imperio estadounidense en estos últimos decenios ha favorecido la comunicación de los hombres de todos los puntos del globo de tal manera que, a la luz de lo que ahora se considera cosmopolita e internacional, parece que ya no tiene sentido hablar de cosas como hegemonía; parece como si todos los reinos y repúblicas estuviesen unidos en una especie de confederación, con capital en Washington —confederación libremente pactada, no impuesta—, en la cual cada Estado mantiene sus tradiciones y su idioma, pero toma también —libremente, por supuesto— las tradiciones anglosajonas y, sobre todo, la lengua de Shakespeare, las cuales sirven para hermanar a todo el género humano. No son pocos ya quienes, sin rubor, llaman al inglés «el esperanto del siglo XXI».

La lógica consecuencia de lo anterior es que todos los Estados del orbe tienen que hacer que sus ciudadanos dominen el inglés —y no basta que aprendan los rudimentos, sino que han de volverse bilingües— para que puedan participar plenamente en la comunidad universal que se ha constituido. De ahí que quieran que la educación de niños y jóvenes se haga principalmente en lengua inglesa. Como esa comunidad universal se asienta sobre los números (sobre la economía y, por las conveniencias de esta, también sobre la ciencia) se considera imprescindible que las asignaturas técnicas se impartan en inglés. Pero también se hace lo propio con otras, como la Historia, ya que lo pasado ha dejado de importar —según los ideólogos de la globalización, el tiempo presente es el más maravilloso y nunca ha habido otro similar— y estudiar Historia no puede sino considerarse una pérdida de tiempo (peligrosa, además, porque podría ayudar a descubrir que ha habido otras culturas y lenguas que se juzgaron universales); aunque no les parece tan grande la pérdida si se aprovecha para practicar el inglés, que es lo verdaderamente útil e importante. Y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, en algunos colegios sobremanera anglicanizados hasta se ha empezado a enseñar la historia de EE. UU., para demostrarles a las nuevas generaciones que la vasta república norteamericana es el mundo abreviado y el modelo que hay que seguir: una nación que reúne a gente de todas las naciones que se entiende por medio del primoroso instrumento que es el inglés.


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