LA GUERRA DE LAS LENGUAS CON GROENLANDIA EN LAS TRINCHERAS

Tanto antes como después —sobre todo después— de tomar posesión en enero de 2025, el presidente de EE. UU. ha manifestado su intención de anexar la isla danesa de Groenlandia, y de hacerlo por las buenas (comprándola) o por las malas (imponiendo a los productos del reino de Dinamarca unos aranceles altísimos a fin de forzarlo a venderla o, en el peor de los casos, tomándosela por la fuerza con el inmenso poderío militar estadounidense). Y, por lo que parece, tales palabras no las profiere solamente en público para impresionar a propios y a extraños, sino que hasta lo hace en privado, pues, según las malas lenguas, la primera ministra danesa, tras conversar con él telefónicamente sobre el asunto, quedó alteradísima. A esto se suma el que el señor presidente hubiese enviado unos días a su hijo mayor a Nuuk, capital de Groenlandia, en una extraña misión secreta propia de las películas de espías, y el que el vicepresidente de EE. UU. y otros altos cargos del Gobierno de la república se dediquen a hablar mal de Dinamarca cada vez que se les ofrece la ocasión, como si ambos países no fuesen socios y aliados desde el final de la II Gran Guerra (a lo que hay que sumar que, en virtud de las alianzas militares entre ambos, EE. UU. tiene ya desde hace tiempo soldados en la isla que pretende anexar).


Los del Gobierno estadounidense alegan que necesitan a Groenlandia por razones de seguridad tanto nacional como internacional, aunque a nadie se le oculta que lo que se quiere, en realidad, son las inmensas riquezas naturales que alberga el suelo de la isla (algunas de ellas imprescindibles para el desarrollo de la inteligencia artificial). Las razones estratégicas son secundarias, por ahora, pues por las aguas que circundan la tierra de los kalalitas navega infinito número de buques —mercantes y no mercantes—, entre ellos, buques rusos y chinos, que le interesa tener bien vigilados a EE. UU., ya que con rusos y sobre todo con chinos tiene bastantes conflictos diplomáticos y económicos que en lo futuro muy probablemente se convertirán en conflictos militares.


                Representación de Groenlandia en un globo terráqueo



Al tratar la noticia, los medios de comunicación se han centrado en si Dinamarca resistirá o acabará cediendo y en si, en el caso de que resista, EE. UU. se atreverá a usar de la fuerza. Ni que decir tiene que la mayor parte de los opinadores dan por supuesto que no resistirá… y lo que es más: hasta han tomado partido, expresa o tácitamente, por la parte más poderosa, como era de esperar. Pero han olvidado —o han querido olvidar— ciertas cosas: que Dinamarca, a pesar de ser un país pequeño y poco poblado, siempre ha gozado de fama de ser muy próspero, hasta el punto de que sus habitantes viven mejor que los de EE. UU. en muchos aspectos; y sobre todo han olvidado —o han querido olvidar— que Dinamarca está también muy anglicanizada, pues, a pesar de ser el danés la lengua oficial (junto con el feroés y el groenlandés), el uso del inglés se halla tan extendido en la educación y en todos los demás ámbitos de la vida que se ha convertido en un Estado anglohablante de facto, como los demás Estados nórticos y también los bálticos, hasta el punto de que el idioma extranjero más estudiado es ya el español. Por lo general, ambas cosas —prosperidad y anglicanización— nos las presenta la prensa unidas de la mano, porque supuestamente caracterizan a EE. UU., que representa el ideal de nación, y a las naciones que quieren parecerse a EE. UU.; sin embargo, por lo que se ve, a los ojos de los dirigentes estadounidenses y aun de muchos de sus ciudadanos, excitados ahora por el patriotismo y el expansionismo, no tienen gran importancia. Que Dinamarca se les asemeje les da igual, la desdeñan; y, como la desdeñan, hasta la llegan a tachar de Estado tercermundista (y, a ser sinceros, nos parece que tampoco saben con certeza en qué parte del mundo se halla Dinamarca ni si es un Estado en el que se viva bien ni si allí se habla danés, inglés o suajili; y aun nos atreveríamos a afirmar que, cuando piensan en Dinamarca y en cualquiera otro de esos Estados nórticos y bálticos, tan encomiados por la prensa, lo primero que se les viene a los estadounidenses al pensamiento es México, Panamá o Guatemala, naciones pobres y, ¡oh, paradoja!, hispanohablantes).


Otra cosa que se ha apuntado es que en lo de anexar a Groenlandia por las malas, el señor presidente de EE. UU., más que a invadirla militarmente, se refiere a favorecer el independentismo groenlandés con el fin de que la isla se separe —más o menos pacíficamente— de Dinamarca y después se una al coloso norteamericano, como ocurrió en el siglo XIX con Texas. Y, aunque los independentistas groenlandeses juran y perjuran que no quieren ser estadounidenses, lo cierto es que no ven con malos ojos que se les eche una manita para lograr la secesión…, que se supone que ellos agradecerían firmando algún género de tratado de libre asociación con EE. UU., libre asociación que le permitiera a este último explotar a sus anchos las riquezas naturales del suelo groenlandés; pero los independentistas parecen olvidar que la libre asociación con EE. UU. significaría la presencia de miles de estadounidenses en la isla (políticos, militares, científicos, economistas y aun meros civiles), la cual, como solo tiene 56000 habitantes, pronto empezaría a perder sus particularidades étnicas, culturales y lingüísticas —esas que tanto pretenden proteger los independentistas— y en un par de decenios desaparecerían; y, habida consideración de que, según algunos estudiosos, las encomiadas naciones nórticas y bálticas dentro de medio siglo o poco más habrán cambiado su idioma por el inglés, Groenlandia se convertiría en la primera de esas naciones en efectuar tan radical y tremendo cambio.



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