EL MUNDO NO ES TAN RECIENTE

De diez o quince años a esta parte, cuando uno oye o lee los juicios de periodistas, políticos y aun de personas corrientes y molientes que han obtenido algún título universitario —y a las que se presume, por tanto, cierta cultura—, tiene la impresión de que tratan de las cosas de nuestra época como si antes no hubieran sido de otra manera; que hablan de los acontecimientos de lo pasado —de los de hace siglos y de los que duraron siglos— como si hubieran ocurrido en un brevísimo período de tiempo y, lo que es más curioso, hace muy poco tiempo.

Parece como si todo lo acontecido en los años anteriores a la II Gran Guerra perteneciera a una extraña prehistoria y como si de ello no quedaran casi fuentes; como si aquel terrible conflicto hubiera sido la lucha entre los dioses olímpicos y los titanes de que hablaban los mitos griegos; como si todo cuanto lo precedió se hallara envuelto en una nebulosa de datos en la cual los trogloditas, Colón, Napoleón y Abraham Lincoln se confundieran; como si nada hubiera escrito o atestiguado de nadie (porque la imprenta de Gutenberg quizás se perdió en la batalla de Waterloo o al tiempo del desembarco de Normandía); y como si, de la misma manera que no se sabe qué dijo con certeza Zoroastro, tampoco se supiera lo que pensaba el filósofo Nietzsche.

Sin duda, tal cosa trae causa de las notables innovaciones tecnológicas que comienzan, precisamente, con la gran confrontación bélica y que se han desarrollado de manera prodigiosa en los tres últimos decenios, lo cual ha movido a los nacidos en esta época a considerarse no solo afortunados, sino también superiores: como si fueran los verdaderos y únicos seres humanos —y, por tanto, como si solamente la parte de la historia que les ha tocado vivir fuera la verdadera y única historia—.

Esta actitud también se echa de ver en el tratamiento que recibe la lengua de Shakespeare, actual lingua franca. Así, se cree que el inglés siempre ha tenido tal condición y que debe seguir teniéndola. Prueba de ello es que algunos han dado en atribuir su preeminencia no a la hegemonía universal de los Estados Unidos de América, sino a las propias cualidades del idioma, en particular a la sencillez de la conjugación de los verbos —bien que, respecto de las enormes dificultades que ofrecen su fonética y ortografía, callan—.

Han olvidado que antes que el inglés hubo otras lenguas que tuvieron la misma consideración. En Occidente, tras la caída del Imperio Romano, fue el latín; y en la Edad Moderna hubo cierta lucha entre el español, el francés y el italiano —todos ellos nacidos del latín— para ocupar su puesto, hasta que, entre los siglos XVII y XVIII, al alzarse Francia con la hegemonía, convierte su idioma en la lingua franca.
Y fue tal la autoridad y fama de la lengua de las Galias que todo el mundo lo estudiaba y trataba de hablarlo en aquel tiempo —hasta el punto de que en algunas cortes, como la rusa, solo se oía el idioma de Molière; no el de Pushkin—.

Vital Aza, a principios del siglo XX, en su sainete titulado Francfort, muestra el gran poder del francés de esta forma tan graciosa:

    «PEPITO.- ¿Sigue usted sin saber alemán?
    CLERMONT.- Jamais! (Con gravedad). Aquí no hablo más que francés. Si me entienden, bien; y, si no me entienden, que lo aprendan. Le français c’est la langue universelle.
    PEPITO.- Para los franceses.
    CLERMONT.- Et pour tout le monde!».
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